En la mañana, cuando me levanté, amanecí con la nariz pelada después de tres días de resfriado. Las piernas tiritonas y las ganas de salir del encierro de los días de reposo correspondientes que me dio el doctor, cuando me escuchó toser y me dijo: "¡Estás bien jodida, ah!", me hicieron levantarme tempranito y rápido, porque sentía que ya me había perdido muchos días de andar en metro, pelear con la gente que empuja, sujetarme la mochila para que no me roben (el celular que ya no tengo), ir a clases... etc. Un sinfín de sucesos cotidianos que "me asustan, pero me gustan". Había más ruido que de costumbre (¿o será que tres días sin mucho ruido hacen que te desacostumbres?), pero como iba escuchando música, el claxon del auto verde que me sonó casi en la oreja por cruzar despistadamente, se mezcló con el solo de batería de la canción que iba escuchando. Nada muy traumante. Lo que sí me pareció un poco desconcertante fue el rechinar de una máquina limpia calles, que iba tirando agua. No le combinaba a mi música.
El olor a sopaipillas me empezó a penetrar las vías respiratorias (que por fin se habían dignado a destaparse y a recobrar el sentido del olfato, que, por cierto, no tengo muy desarrollado), y tuve que pasar cerca del sopaipillero y su aceite reutilizado milenario. Un tipo de terno y corbata, portafolios negro y sobriedad alarmante, se acerca al carrito y le pide dos, con mostaza. "Se le va a manchar el terno", pensé yo, mientras se me ocurría que era de lo más contradictorio que un hombre elegante y de oficina, cuya costumbre es ir atropellando a todo el mundo cuando sale a la hora de colación por el puro hecho de andar con terno y corbata, le comprara dos sopaipillas con mostaza, aceitosas en sobremanera, al carrito de estas masas fritangueadas más rancio de la cuadra (no es una afirmación subjetiva; es un saber colectivo divulgado por los taxistas de esa calle, que están HORAS sin comer por esperar los sandwiches que trae una señora al mediodía, en vez de comprarle sopaipillas a ese caballero de delantal manchado, cara regordeta, rojiza y tan aceitosa como sus sopaipillas). Mientras el vendedor aceitoso estila dos sopaipillas y les echa mostaza y algo más, el individuo de terno pide aristocráticamente servilletas. Finalmente la callejera transacción se realiza (todo esto en un lapso de unos 10 segundos, lo que me demoré en llegar hasta más cerca del lugar de los hechos), y el hombre toma su sopaipilla, le da un mordisco y camina en sentido contrario al mío. No alcanzó a cruzarse conmigo, cuando veo en su rostro una expresión similar a una tetera hirviendo. Se detuvo (y yo también, porque se inmovilizó justo enfrente mío, lo que me dio la impresión de que algo inesperado me iba a decir), se dio repentinamente la media vuelta y, sin más, tapó de improperios al rollizo vendedor. Alcancé a captar bien dos palabras:
- ¡¡!! (improperios)... TIENE AJÍ... (improperios) !!!!
Y con la cara inflada (¡de alergia al ají, quizás!) y los taxistas al lado mirando fascinados el espectáculo, le tiró la sopaipilla por la cabeza al caballero del carrito. Se limpió las manos en los pantalones de tela, y morado de vergüenza (seguramente), me hizo a un lado y caminó rabiosamente en dirección al camino de donde nunca se debió haber desviado para comprar una sopaipilla aceitosa.
Ya decía yo que era ridículo que un individuo así comprara una sopaipilla en ese carrito.
En resumidas cuentas, me taimé después del hecho. Antes de bajar al metro, lo repensé, di media vuelta y volví a la casa. Llegué, lavé la loza, y me acosté otra vez. Dormí como media hora. Digamos que me dio miedo y lata volver a las mismas cosas. Me dio un poco de susto salir a la calle.
Qué tonto, ya sé... pero parece que tengo un poco de fiebre todavía. Acabo de ver el certificado médico, y eran cuatro días de reposo, no tres. Será por eso también que volví a acostarme... parece que en serio tengo fiebre.
Suena imaginariamente: Jarabe de Palo - Romeo y Julieta [no eran de este planeta]